La mente parece que está en un estado de cierta paz

¿Qué es ese parecer?

La mente parece que está en un estado de cierta paz, llamémosle relajada. En ese estado de relajación trabajada, no es preciso mucho movimiento exterior para que esa paz se convierta en cierta guerra. En verdad no existen ninguno de los dos estados, pues solo el observar que se puede modificar ese estado ya da pistas de la irrealidad de lo que me creo real. No verdad.

En la ilusión todo cabe, y si me doy la oportunidad de observar mi estado desde esa posibilidad, que para mi es del todo cierta; observo que me dejé llevar. Algo me llevó de un lugar a otro, como un cambio de habitación, de lugar, de espacio, de tiempo sin previa intervención mía. Aparentemente todo sucedió sin mi intervención directa para que eso se produjera. ¿Dónde estaba yo, mi yo?

Un cambio de lugar

Los pensamientos van y vienen, como una hoja que cae del árbol y en su viaje hasta el suelo está a merced del viento, quién la llevará al único lugar posible. Los pensamientos humanos, van y vienen, aunque a veces se quedan estancados, bloqueados. Incluso en esa especie de retención del pensamiento involuntaria, sus formas cambian. Cambia aquello que tiene más peso en ese pensamiento. Tal vez una voz, una imagen, un sonido….

Y la mente que piensa trata de no pensar pensando. Y eso es un trabajo imposible de llevar a cabo. Esto no puede ir de esta manera. No va así. Dejar de pensar. Imposible. Entonces surge una voz que dice: vale, pues piensa bien, ya que no puedes dejar de pensar, o piensa menos, o piensa más despacio, o piensa en cosas que te gusten, o piensa en el aquí y ahora, etc., etc., y todo son recetas que a la mente que piensa no le sirven para nada, pues esa es la función que le quedó asignada cuando se le etiquetó. Mente que piensa.

Una imagen vale más que mil palabras. Dicen

El estado del pensamiento se muestra en el cuerpo. Difícilmente el cuerpo no responde a la raíz del pensamiento en cada instante, es decir, en cada uno de los pensamientos encadenados. Si me fijo un poco más en lo que trato de expresar, observo que mis pensamientos normalmente no cambian drásticamente. Quiero decir que no van del blanco al negro, del mar a la montaña, del bien al mal. Simplemente están adaptados a un patrón de funcionamiento aprendido, ese que parece que uno puede sobrellevar mejor, con menos riesgos de exageración, pues lo exagerado llama la atención y para eso uno tiene que estar dispuesto.

En el caminar cotidiano uno se encuentra con suficiente material para ver de qué estamos hechos y para qué todo esto. Uno se mira en si mismo y se compara y no hay diferencias notables, en el fondo todos buscamos lo mismo. Ser vistos, aunque algunos lo disimulemos.

Ser vistos para creernos alguien. Pero no ser vistos de cualquier manera, ser vistos como yo quiero que me vean. Sería como darle al vecino, compañera de trabajo, familiar cercano o lejano, etc., lo que sería mi tarjeta de presentación, en la que he dejado constancia de quién soy, cómo soy, incluso cuales son mis intenciones en este mundo. Para reírse, a carcajadas.

El mundo mira sin querer ver

Y el mundo te ve o no te ve, al igual que haces tú con el mundo. Lo ves o no lo ves. No significa que lo mires, más bien que si lo ves o no lo ves. Verlo significa pararte a sentir, en la observación. En el no juicio, en el dejar que fluya dentro de uno mismo lo que ahí creo ver, sin más necesidad de nada. Simplemente vivir en la observación por un instante de plenitud. ¿Y que hago luego con eso? Pues te lo quedas. Es tuyo.

Cuando parece que el vaso rebosa, como por arte de magia y tras una respiración profunda, observas que en realidad nada pasa, que en realidad eras tú en tus propios pensamientos quién decidió, sin pretenderlo llevar el agua hasta el borde, apunto de rebosar. En ese instante poderoso, observa qué es eso que empujaba el agua hasta ese punto de aparente no retorno. Observa el poder de tus propios pensamientos y permite que de nuevo ocupen su lugar en el Cielo. Ese es el único lugar seguro, de paz, de amor, de dicha. Sueño.

Bendiciones,

 

Rafael Carvajal

 

 

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