El sueño de rebelión o el acto de agresión contra Dios
Ahora que hemos explorado brevemente algunos párrafos del Curso, donde se hace referencia al alocado acto de la mente del Hijo, en su estado de Divina Abstracción, para tratar de explicar lo inexplicable, continuaremos intentando tener un leve atisbo de lo que ocurre en el sueño de rebelión o el «ataque a Dios». La historia refleja cómo una parte del Hijo de Dios se queda dormida, cree que tiene una voluntad distinta a la del Padre y que ésta puede oponerse a la de Él.
Este relato está en tiempo presente, pues el estado de percepción en el que creemos encontrarnos es testigo de la separación aparente que experimentamos —en oposición al estado del conocimiento, donde no es posible la ignorancia y el pensamiento de separación no existe—. Si lo que experimentamos no es perfecta Paz y harmonía con todo lo creado, esto nos da testimonio de que el acto de rebelión contra el Creador sigue vigente en la mente y, por lo tanto, está presente.
Ahora, el Hijo sueña que puede oponerse a la Voluntad de Dios y usurpar el trono de la creación, mas la salvación siempre se encuentra en el siguiente pensamiento y la verdad es que «en Dios estás en tu hogar, soñando con el exilio, pero siendo perfectamente capaz de despertar a la realidad» (T-10.I:2:1). El fracaso a despertar del sueño de la alocada idea de rebelión genera el drama cósmico que culmina en la fabricación del universo físico. Repetimos este patrón original del Hijo, cuando en nuestros sueños individuales recreamos el «drama» de la separación en todos los aspectos de este mundo.
El Cielo está siempre presente pero inconsciente en la percepción
El acto de rebelión presente se «ejecuta» en el Cielo, también muy presente, pero por lo general muy inconsciente en la percepción. Cómo describir el Cielo, aquello que está más allá de la descripción, más allá de la percepción, más allá de las palabras, más allá de esto que creemos ser, pero no de lo que somos. Tenemos pues esperanza, a pesar de que las palabras son símbolos de símbolos, doblemente alejadas de la realidad (M-21.1:9-10). Esta esperanza se extiende con la idea de la unidad infinita.
La unidad es simplemente la idea de que Dios es. Y en su Ser, Él abarca todas las cosas. Ninguna mente contiene nada que no sea Él. Decimos “Dios es”, y luego guardamos silencio, pues en ese conocimiento las palabras carecen de sentido.
(L-pI.169.5:1-4)
Escucha… tal vez puedas captar un leve atisbo de un estado inmemorial que no has olvidado del todo; tal vez sea un poco nebuloso, mas no te es totalmente desconocido: como una canción cuyo título olvidaste hace mucho tiempo, así como las circunstancias en las que la oíste. No puedes acordarte de toda la canción, sino solo de algunas notas de la melodía, y no puedes asociarla con ninguna persona o lugar, ni con nada en particular. Pero esas pocas notas te bastan para recordar cuán bella era la canción, cuán maravilloso el paraje donde la escuchaste y cuánto amor sentiste por los que allí estaban escuchándola contigo…
Más allá del cuerpo, del sol y de las estrellas; más allá de todo lo que ves, y, sin embargo, en cierta forma familiar para ti, hay un arco de luz dorada que, al contemplarlo, se extiende hasta volverse un círculo enorme y luminoso. El círculo se llena de luz ante tus ojos. Sus bordes desaparecen, y lo que había dentro deja de estar contenido. La luz se expande y envuelve todo, extendiéndose hasta el infinito y brillando eternamente sin interrupciones ni limites de ninguna clase. Dentro de ella todo está unido en una continuidad perfecta. Es imposible imaginar que pueda haber algo que no esté dentro de ella, pues no hay lugar del que esta luz esté ausente.
Esta es la visión del Hijo de Dios, a quien conoces bien. He aquí lo que ve el que conoce a su Padre. He aquí el recuerdo de lo que eres: una parte de ello, que contiene todo ello dentro de sí, y que está tan inequívocamente unida a todo como todo está unido en ti.
(T-21.I.6; 8:1–9:3).